y debido al fuerte control ejercido por las estructuras sociales y familiares
(Yague & Cabello, 2005). A través de los años la mujer ha tomado
posición reconocida dentro de la sociedad, pero siempre ha estado
expuesta a la crítica por cada una de sus acciones, sobre todo aquellas no
socialmente aceptables, sin importar el motivo que las incita a realizar
dichas acciones.
En el año 1973, Smith y Hogan plantearon que la prisión afecta de
manera significativa la autovalía de la persona, generando así
evaluaciones negativas de la autoimagen, forjándose niveles bajos de
autoestima y autopercepción (como se citó en Herrera & Expósito, 2010).
El ingreso en prisión de una mujer conlleva al estigma familiar,
alteración de los roles y problemas de apego que se ven agravados en el
caso de tener hijos e hijas pequeños (Herrera & Expósito, 2010). Se afecta
toda la dinámica familiar, lo que da como resultado un rechazo hacia la
mujer y madre de ese sistema, para pasar en algunos casos, de familia
funcional a disfuncional, sobre esta última influye de manera importante
el tiempo de condena a cumplir, que repercute en la autoestima.
Se cree que la consecuencia más obvia del encarcelamiento es la
privación de libertad, sin embargo, hay otras dimensiones que son
afectadas tanto para la reclusa como para su familia. Investigaciones
realizadas, mayoritariamente en prisiones norteamericanas, han
demostrado, que la prisionización ha sido concebida como una adaptación
de los internos a las costumbres y cultura de la prisión, así como una
disminución general del repertorio de conducta de los mismos, por efecto
de su estancia prolongada en el centro penitenciario (Herrera & Expósito,
2010).
Una de las afectaciones principales y visibles es el aumento del grado
de dependencia de las personas encarceladas, debido a que la mayoría de
las decisiones que afectan su vida diaria, les son impuestas, tienen que
cumplir con un cronograma de actividades establecido, lo que escapa de
su propio control (Herrera & Expósito, 2010).
Otra de las afectaciones es la devaluación de la propia imagen y
disminución de la autoestima, esta última con el simple hecho de ingresar
en la cárcel experimenta un desequilibrio, situación que se va modificando
conforme pasa el tiempo. En este sentido las reclusas se acomodan a su
entorno y a la valoración que hacen sobre sí mismas; con el paso del
tiempo ellas experimentan niveles de autoestima similares a los que tenían
cuando ingresaron, pero es una autoestima totalmente diferente.
En consecuencia, el encarcelamiento y los condicionantes propios de
la privación de libertad, provocan reacciones psicológicas en cadena
(Altamirano, 2013).
En términos generales se puede reconocer que la prisión tiene efectos
negativos en los individuos, independientemente del género, economía,
religión o ubicación demográfica de donde provenga. La persona que
ingresa en prisión por primera vez como consecuencia de la comisión de
un delito ve tronchada su libertad y como resultado vive inmersa en un
mundo de descrédito social permanente.
Echeverri considera que las tensiones propias del ingreso se van
aliviando progresivamente por la exposición a la realidad carcelaria, a
través del conocimiento real de las circunstancias que determinan la
estadía de la persona en prisión, pero no desaparecen por completo
(Echeverri, 2010).
Todos los seres humanos gozan de deberes y derechos sin distinción
alguna, en el caso de las personas privadas de libertad (PPL) deberán
gozar de un trato humano digno tal como lo expresa el artículo 18 del
Reglamento del Sistema Nacional de Rehabilitación Social (Ministerio de
Justicia, Derechos Humanos y Cultos, 2017).
Según lo planteado por la Organización de las Naciones Unidas para
América “Toda persona privada de libertad que esté sujeta a la
jurisdicción de cualquiera de los Estados Miembros de la Organización de
los Estados Americanos, será tratada humanamente, con irrestricto respeto
a su dignidad inherente, a sus derechos y garantías fundamentales, y con
estricto apego a los instrumentos internacionales sobre derechos
humanos” (Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 2009).
Según las cifras propias del Ministerio de Justicia, Derechos Humanos
y Cultos, la situación penitenciaria del mes de enero del año 2019 reveló
que existen 38 462 personas privadas de la libertad, de ellas 23 424 con
sentencia y 13 678 en proceso penal; 35 632 hombres y 2 830 mujeres;
teniendo un hacinamiento del 38,70 % (Ministerio de Justicia, Derechos
Humanos y Cultos, 2019).
La cifra de hacinamiento antes mencionada demuestra una realidad de
sobrepoblación carcelaria que afecta de manera directa el diario vivir de
las personas privadas de libertad, que no gozan de las condiciones
necesarias para coexistir con dignidad durante el proceso penal que tienen
pendiente o la ejecución de su pena.
La Organización de Naciones Unidas (ONU) en el año 2015,
estableció reglas mínimas para el tratamiento de los reclusos. En la regla
número 4, se destaca:
Los objetivos de las penas y medidas privativas de libertad son
principalmente proteger a la sociedad contra el delito y reducir la
reincidencia. Esos objetivos solo pueden alcanzarse si se
aprovecha el período de privación de libertad para lograr, en lo
posible, la reinserción de los exreclusos en la sociedad tras su
puesta en libertad, de modo que puedan vivir conforme a la ley y
mantenerse con el producto de su trabajo (ONU, 2015, p. 9).
Para lograr lo anteriormente manifestado por la ONU, los centros de
rehabilitación social deberán ofrecer educación, formación profesional,
trabajo, y otras formas de asistencia apropiadas, incluidas las de carácter
recuperativo, moral, espiritual y social, así como las dirigidas a fortalecer
la salud y el deporte. Todos esos programas, actividades y servicios se
deben ofrecer en atención a las necesidades de tratamiento individuales de
los reclusos.
El proceso de recuperación para la reinserción social de las mujeres
privadas de libertad se rige por medio de varios ejes de tratamiento
establecidos en el Reglamento del Sistema Nacional de Rehabilitación
Social. En el artículo 51 de la sección I, se plantea que las Personas
Privadas de Libertad (PPL) tienen derecho a tener un tratamiento en lo
laboral, educación, cultura, deporte, salud, familiar y social, regulado por
un modelo de gestión en contextos penitenciarios, que deberá ser
elaborado y sustentado presupuestariamente por la cartera de Estado
correspondiente, y aprobado por el Directorio del Organismo Técnico
(Ministerio de Justicia, Derechos Humanos y Cultos, 2017).
Las normativas referidas determinan que en el eje laboral deben
generarse oportunidades que les permitan a las PPL desenvolverse en
iguales condiciones que los demás en dicho ámbito; en el eje de
educación, todos los centros de rehabilitación social deberían brindar
todos los niveles de educación, básica y bachillerato, con el apoyo de la
autoridad educativa nacional para prestar los servicios educativos; el eje
de cultura, debería regir bajos los principios que orientan el Sistema
Nacional de Rehabilitación Social, al considerar el arte y la creatividad
individual y colectiva como proceso de producción de expresiones
culturales; en el eje de deporte, como centro, se identificarán las
necesidades básicas deportivas de las personas privadas de libertad, de
manera que planifiquen actividades para el desarrollo de estas; el eje de