Para Sánchez y Magallón (2020), la mediatización extrema generada por el confinamiento
reforzó la idea de que el miedo y la desinformación están estrechamente vinculados. Cuanto
menos se puede ver y comprobar la realidad físicamente, más dudas aparecen sobre el
contenido cierto de los acontecimientos. Mientras que para Allcott y Gentzkow (2017)
aseguran que frente a la infodemia, la difusión de rumores y noticias contenidos falsos, las
bibliotecas deben formar alianzas estratégicas para compartir la información que se produce y,
al unir esfuerzos, brindar mejor información a los usuarios.
Este aspecto también es abordado en un estudio realizado por Lazo (2020), quien precisa que
la infodemia no son sólo noticias falsas, sino también la manipulación de la información para
esconder una realidad. Las noticias falsas son, por ende, la desinformación de una sociedad en
una era de rápida difusión de la información. Por ello, y según Hernández (2020), se debe citar
información validada de expertos, médicos, infectólogos, epidemiólogos e informar sobre la
base de verificaciones respaldadas por este sector para orientar comportamientos preventivos
que sugieran verdaderos especialistas en el área de la salud pública. Si un experto no fue
suficiente, se deben buscar dos, tres. Si toca esperar hasta tener información confiable, se le
debe brindar prioridad a la solidez de la información y menos a la inmediatez.
Pulido, Hernández y Lozano (2021) señalan que toda desinformación implica intencionalidad.
Y en este sentido apuntan a que la crisis del coronavirus también ha servido para alimentar
agendas políticas. Unas sociedades desinformadas, asustadas, que se sienten vulnerables,
pueden aumentar la presión y el descontento sobre sus gobiernos. Ocurrió desde el primer
momento en la zona cero del virus, cuando la maquinaria de propaganda gubernamental china
tuvo que hacer frente a las críticas contra los medios oficiales que recorrían internet sorteando
la censura con palabras clave y videos protesta.
En este contexto, Portero (2020) señala que, desde el inicio del año 2020, los efectos de la
pandemia provocados por la COVID-19 se han extendido al ámbito sanitario, político,
económico, y social. La sociedad mundial se ha visto más conectada que nunca a las redes
sociales, creando el escenario perfecto para que aquellos con el propósito de influir llevasen a
cabo campañas de desinformación y la difusión de bulos. Asimismo, la actuación de actores
internacionales, estatales y no estatales, en la difusión de teorías conspirativas sobre el origen
del virus o sobre remedios para paliar la enfermedad, no queda al margen de este tablero
desinformativo sanitario con implicaciones sociopolíticas.
A criterio de Olmos (2020), la información no puede ser entendida como un hecho puramente
objetivo ya que los sesgos personales, el prisma desde el que se procesa la información y el
tono utilizado para trasmitir el mensaje impide su objetividad. Sin embargo, existen
herramientas que permiten reducir el sesgo personal para lograr informar sin la intencionalidad
de influir. Las informaciones falsas son un elemento desestabilizador de las democracias y en
periodos de crisis su incidencia es mayor en la ciudadanía. Por ello es fundamental que a partir
de las bibliotecas se fomente una cultura de gestión de la información entre la comunidad
universitaria y propicie un entorno favorable para el aprendizaje y la generación de nuevos
conocimientos.
Sobre este aspecto, López y Nuño (2020) sostienen que hay que ser conscientes de que esta
epidemia global de desinformación, que está propagándose rápidamente por las plataformas de
redes sociales y otros canales, plantea un serio problema de salud pública. El grado de
desinformación ha ido aumentando conforme el coronavirus se extendía a nivel mun-dial, a