Así, llegamos a otro concepto fundamental para nuestro planteamiento en este escrito, la
adultez. Decíamos líneas atrás que la perspectiva sociocultural en psicología permite concebir
al desarrollo sin recurrir a etapas o periodos claramente definidos, de acuerdo con una
organización basada en la edad. Si bien es cierto que la importancia de la dimensión biológica
y fisiológica es innegable, nos interesa enfatizar la relevancia de las dimensiones sociales,
culturales, políticas e institucionales. Señala Pérez (2012) que no se es adulto de manera
general ni abstracta, sino que “…nos convertimos en tales a través de un proceso relacional
controvertido.” (p. 8), proceso que, de acuerdo con el mismo autor, implica ser persona de una
manera histórica y socioculturalmente situada. Lo anterior quiere decir que estar siendo adulto
(en un sentido heideggeriano, donde el ser está abierto y nunca concluido), implica un proceso
profundamente social, donde la persona está atravesada por expectativas, discursos e
intenciones en un conjunto de relaciones, familiares, laborales, afectivas.
Decíamos también en las primeras líneas que, una manera de aproximarnos a la adultez es
partiendo de lo propuesto por Organismos Internacionales como la ONU, o por dimensiones
legales. En ese sentido, asumiríamos que una persona es adulta al cumplir la mayoría de edad,
que en México son los dieciocho años. Pero esta, aunque puede ser un punto de partida, es una
forma limitada de abordar esta cuestión.
Decimos lo anterior, porque ser adulto no se define a partir de un solo criterio, ni tampoco un
conjunto de criterios a cumplir, como la conformación de un hogar y un arreglo familiar propio,
la independencia económica o asumir cierto tipo de responsabilidades. Al respecto más bien
plantearíamos cuestionamientos como ¿hacer familia define a una persona como adulta? ¿en
qué aspectos de la vida cotidiana es independiente una persona? Partiendo del supuesto de que
dicha independencia no es total y, por último, ¿qué responsabilidades están las personas
dispuestas a asumir y la familia de origen a ceder?
Asimismo, señalábamos la importancia de analizar las condiciones sociales, culturales,
políticas y económicas del estar siendo adulto. En ese sentido, hay que tomar en cuenta distintos
niveles contextuales que den cuenta de las estructuras sociales y económicas amplias, pero
también de la constitución de subjetividades, todo para comprender las formas de participar de
las personas en un mundo complejo, cambiante y demandante. En ese sentido, coincidimos
plenamente con los planteamientos, como los propuestos por Corica, Freytes y Miranda (2018),
quienes señalan, a partir de amplias investigaciones realizadas en distintos países de América
Latina, incluido México, que la transición hacia la adultez “…se da en un contexto de mayor
incertidumbre e inseguridad…” (p. 13), sobre todo por la precariedad e inestabilidad de los
mercados laborales, la desigualdad en el acceso a niveles de educación como el superior y las
posturas de las personas en relación a la procreación y la conformación de familias.
Lo anterior da elementos para pensar al proceso de convertirse en adulto como un proceso
relacional, sumamente plural, que implica reconocerse y ser reconocido (dentro del arreglo
familiar de origen, en relación con personas e instituciones particulares) como una persona
adulta. Este proceso, como señalábamos con Pérez (2012), es también controversial, es decir,
no necesariamente armónico, y conlleva negociaciones implícitas y explicitas con esos otros
que son relevantes. Es aquí donde articulamos esta cuestión con las paternidades. A