o de confutación judicial -nullapoena et nulla culpa sine iuditio-. Para que el juicio penal no sea
apodíctico, sino basado en control empírico, las hipótesis acusatorias deben ser sometidas a
verificación y expuestas a refutación, convalidadas sólo si se apoyan en pruebas y contrapruebas -
nullumiuditio sine probatione-. De ahí se deriva un modelo normativo exigente del proceso penal
como proceso de cognición o comprobación. Tiene el carácter de un proceso de tipo inductivo,
que excluye las valoraciones lo más posible y admite sólo aserciones o negaciones -de hecho o de
derecho- de las que sean predicables la verdad o falsedad procesal -veritas non auctoritas
facitiuditium-.
Por eso para Ferrajoli, la actividad jurisdiccional penal, debe entenderse como ius dicere y no ius
dare. Por lo tanto, diversa de la actividad gubernativa, administrativa, legislativa, motivada por
aserciones con pretensión de veracidad y por prescripciones. De ahí que básicamente en su
perspectiva consista en un (re)conocimiento de la ley y un conocimiento de los hechos. Todo esto
para ir a nuestro foco: entonces una justicia penal debe ser, en alguna medida relevante, con
“verdad”, basada sobre juicios penales cognoscitivos (de hechos) y recognoscitivos (de derecho).
Basarse en la certeza y no en la arbitrariedad. Pero el propio Ferrajoli reconoce que este es un
modelo límite, ideal, nunca totalmente realizable. Tanto lo “verdadero”, como la “verdad” exigen
decisiones dotadas de márgenes relativos de discrecionalidad (Ferrajoli, cit., p.38). Entre el
logocentrismo del modelo ilustrado de aplicación de la ley por su “boca” que es el juez como mero
acto de (re)conocimiento legal y fáctico, que deviene utópico y el relativismo decisionista de
reducir la aplicación de la ley penal a un acto arbitrario de voluntad y ejercicio del poder, Ferrajoli
ubica un cognoscitivismo posible en un marco de tensión. Una forma de relación entre verdad y
formas jurídicas (Foucault, 1996) que reduzca el ejercicio arbitrario del poder desde la
aproximación a una construcción jurídica de la verdad, que todavía apuesta por la racionalidad y
el conocimiento. En ese camino liga las garantías procesales al proceso de conocimiento como
vínculos al ejercicio del poder de juzgar para reducir su arbitrio.
Actividad judicial, que se califica entonces, en una mirada abarcadora, como “poder” judicial,
mantiene espacios de poder específicos que vale tener en cuenta y enumerar porque es su
exorbitación, o dilatación, la que genera la arbitrariedad, discriminación y el autoritarismo en el
ejercicio de la función judicial en general, y en lo que a nuestro problema respecta, es decir, las
prácticas que han sido convencionalmente denominadas como lawfare. Los ámbitos de poder
específicos de la actividad judicial, tienen que ver entonces con: el poder de denotación que hace
a la interpretación jurídica, el de comprobación probatoria que hace a la verificación fáctica, el de
connotación, donde entran los factores de equidad vinculados a las circunstancias de casos, y
finalmente, el poder de disposición es decir el enmarcamiento y valoración ético política.
Estos espacios de “poder”, que hacen al poder judicial un poder del estado, nos recuerdan que el
modelo garantista ilustrado en su versión clásica tiene carácter ideal y hasta utópico. Pero, al decir
de Ferrajoli, no impiden que dicho modelo, convenientemente redefinido, puede ser satisfecho en
mayor o menor medida según las técnicas legislativas y judiciales adoptadas. Al mismo tiempo,