El naciente estado, con su nueva personalidad jurídica, entrará en competición con estas unidades
familiares hasta absorberlas. En su primera etapa, la esfera pública, donde se ubica el poder,
presenta formas privatizadas competitivas con el resto de gens. Las monarquías barrocas del
Despotismo Ilustrado soportarán esta contradicción, de ahí su inevitable deriva hacia la revolución.
Pese a configurarse como un espacio público, al quedar la persona del estado fusionada a la del
rey, el naciente juego entre las esferas pública y privada termina recreado como conflicto entre dos
esferas privadas separadas: la esfera privada particular, Habermas la definirá como burguesa
(Habermas, 1981), y la esfera privada de la Corte, articulada bajo el orden de la familia real, o sea,
el orden nobiliario.
Con ello, ese espacio público de igualdad, donde los ciudadanos son copartícipes de la
soberanía, es absorbido por ese otro espacio privado y jerarquizado organizado por las leyes de la
“casa”. El problema es que, tras el fracaso de la Revolución en su proyecto democrático, esas
mecánicas gentilicias derivadas del Antiguo Régimen subsistirán instaladas en los nuevos aparatos
orgánicos que se levantarán con la Modernidad contemporánea (Legendre, 2015). La
Administración pública, con su rígida estructura jerárquica, su sistema de órdenes, no pocas veces
transpuesto desde las viejas formas nobiliarias, y su fortísima autonomía respecto a la sociedad
civil, terminará recreando la imagen de la Corte en el estado contemporáneo. No será el único caso
de privatización del orden político, podemos pensar también en la gran empresa capitalista y su
fortísima incidencia en la vida política, con sus dinastías empresariales y la centralidad de sus
casas, inevitable factor dislocador en el desarrollo del estado.
Lo que queremos decir es que, esa sociedad civil que se va construyendo paralela al estado, no
resulta, sin embargo, homogénea, en su sustancia, con el mismo. No estamos ante un binomio,
como si fueran dos vías paralelas, que se reparten funciones e instituciones. El concepto de
sociedad civil nos remite necesariamente a ese momento republicano del sistema estatal moderno,
en oposición a ese otro concepto de estado-administración, levantado en el momento monárquico.
Este es la contradicción que arrastra el sistema, la idea de estado, tal y como surge fruto de la crisis
que alumbra la Modernidad, nace profundamente preñada de contenidos monárquicos.
De ahí la polisemia que acumula el término de público (Sennett, 2011) y que le aporta tres líneas
semánticas. De entrada, esa tradición que lo vincula con el concepto de política, es decir, lo que
atañe a la ciudad y a su gobierno, en este sentido la palabra público remite a autoridad y con este
significado aún lo usamos en contextos como Poderes públicos. Pero también nos remite a aquello
que pertenece a todos, público, en este sentido, sería lo que no es de nadie y por eso es de todos,
es ahí donde radica su estela republicana y democrática. Pero público va a ser también, y sobre
todo a partir de esta época, el concepto de audiencia, es decir, esas masas de individuos interesados
en lo que alguien dice, los que ocupan el patio frente al escenario en el teatro, los que compran y
leen los periódicos o se paran a escuchar los discursos. Sobre estas líneas se desarrollará la historia
de la sociedad civil. Al otro lado, en la otra esfera, quedará el Estado, reducido a ese aparato
burocrático, y por ello privatizado, al que llamamos Administración Pública.